En lo alto del cerro del Fortín, donde hoy se alza el auditorio que acoge a miles de visitantes, hace siglos se ofrendaba maíz, cacao y danzas a Centeótl, la diosa del maíz. Era un rito sagrado, íntimamente vinculado al ciclo agrícola, a la gratitud comunitaria y a la espiritualidad indígena. Esa ceremonia ancestral, con el paso del tiempo, dio origen a lo que hoy conocemos como La Guelaguetza, una de las fiestas más emblemáticas de México, pero también una que ha experimentado una profunda transformación: de lo sagrado a lo turístico.
Una raíz sagrada: el corazón comunitario
La palabra guelaguetza proviene del zapoteco y puede traducirse como “ofrenda” o “cooperación”. No es sólo un evento: es una filosofía de vida. Implica dar sin esperar algo a cambio, ofrecer lo mejor de uno mismo a la comunidad. Originalmente, esta celebración no tenía una fecha fija ni un escenario monumental; ocurría en los pueblos, en las plazas, en las cosechas, en los bautizos y las mayordomías. Se tejía en la cotidianidad del pueblo oaxaqueño.
Las danzas eran ofrenda. Los trajes, un símbolo de identidad. Los productos regionales, como el mezcal, los tamales, el mole o las flores, se compartían con los presentes como acto de reciprocidad.
La transformación: del cerro al mundo
Con la llegada del siglo XX y la institucionalización de la Guelaguetza tras el terremoto de 1925, la celebración comenzó a tomar otro rumbo. Fue utilizada por el gobierno como herramienta de integración cultural y promoción turística. Se construyó el primer foro en el cerro del Fortín en 1932, y año con año se consolidó como un escaparate de la diversidad étnica de Oaxaca.
Hoy en día, la Guelaguetza atrae a miles de visitantes nacionales e internacionales, quienes se maravillan ante las coloridas delegaciones de las ocho regiones, los bailes, las chinas oaxaqueñas lanzando canastas al aire, y los tradicionales lunes del cerro. Las redes sociales, los influencers y los paquetes turísticos han hecho de esta fiesta una vitrina global.
¿Pérdida de esencia o evolución cultural?
La Guelaguetza ha sido motivo de debate: ¿ha perdido su esencia comunitaria? ¿se ha convertido en un producto turístico? ¿O estamos ante una evolución inevitable que también permite preservar y difundir la riqueza cultural de Oaxaca?
La respuesta es compleja. Por un lado, el evento oficial es hoy un espectáculo cuidadosamente curado, con escenarios, luces y transmisiones en vivo. Pero al mismo tiempo, en comunidades como Zaachila, Etla, Huautla o San Antonino, se siguen celebrando guelaguetzas comunitarias que mantienen viva la tradición original: sin boleto, sin gradería, pero con el alma intacta.
El desafío: equilibrar lo ancestral y lo moderno
La clave está en el equilibrio. En seguir promoviendo nuestras tradiciones con orgullo, pero también con conciencia. Que el visitante que llega no solo tome fotos del traje típico, sino que entienda su historia. Que no solo baile la danza de la pluma, sino que sepa su significado. Que se consuma el mole, pero se reconozca el trabajo de las cocineras tradicionales que han heredado saberes de siglos.
La Guelaguetza, como toda manifestación viva, evoluciona. Y su fuerza radica en que, pese a los cambios, sigue siendo un acto de entrega, de identidad y de amor a Oaxaca.